26 de septiembre de 2012

El masaje Vichy (II)

La masajista se coloca fuera del alcance de mi vista, detrás de mí, y comienza a masajearme suavemente con las yemas de sus dedos el cuero cabelludo y se concentra en mis sienes. Mi boca se entreabre al rebajarse la tensión de los músculos de mi cara, pero enseguida la obligo a cerrarse cuando el agua inunda mis labios y se introduce subrepticiamente en ella. Ahora el masaje se concentra en mi cuello. Todos los músculos de mi cuerpo comienzan a distenderse y mi concentración se divide entre el deseo de relajarme y el de evitar el ahogamiento por el agua pulverizada. Después pasa a trabajar, siempre desde detrás, los músculos de los hombros. Qué serenidad, qué sensación de paz. Ya no siento vergüenza por mi desnudez. Además la luz es muy tenue y en cualquier caso el agua pulverizada difumina la escena y dificulta la visión.

Sin cambiar la masajista su posición tras mi cabeza, noto cómo las yemas de sus dedos inician una ofensiva sorpresiva pero sutil bajando por mis pectorales. Comienza a dibujar un gran corazón con sus pulgares bajando por mi canalillo y volviendo a subir rodeando mis senos hasta su nacimiento. Contengo el aire para que no se escape en un suspiro delator, mientras noto como desliza sus dedos suavemente sobre mis pechos, trazando círculos cada vez más cerrados en torno a mis pezones, que sin duda ahora han cobrado consistencia incluso sin estímulo directo. El dorso de su mano los roza levemente al separar sus manos de mi piel para aprovisionarse de aceite, y noto que estoy hipersensible y receptiva al mas mínimo contacto. Mi respiración se vuelve mucho más agitada. Ahora mi mente trabaja en tres frentes. Entre el agua pulverizada que apenas me deja respirar y la tensión que me produce el hecho de que una persona de mi mismo sexo me esté magreando descaradamente, la posibilidad de relajarme se ido al garete y mi mayor preocupación pasa a ser que la posición en la que se encuentra la masajista, detrás de mi cabeza y ligeramente inclinada sobre mí, lo que hace que sus abundantes senos casi asomen fuera del escotado bañador y rocen mi cara de un modo que a mí cada vez me parece menos casual y más provocador. Mi corazón late tan intensamente que es imposible que ella no lo note cuando sin pudor ninguno posa las palmas abiertas de sus manos sobre mis pechos, con delicadeza, pero con firmeza. Tanta que más que un masaje o una caricia parece estar calibrando su tamaño, al tiempo que el contacto de su piel con la mía me transmite su energía templada y me sume en un nivel más profundo de laxitud. Y sorprendentemente, a pesar de que el riesgo de ahogamiento no solo es inminente y se une al de asfixia, mi bloqueo mental es tan intenso que, sin saber cómo, se produce un cortocircuito y la tensión desaparece al momento.

Apenas soy consciente de que me falta el aire y de que me entra agua por la nariz, mientras me someto al delicado magreo de mis pechos y no dejo de percibir la proximidad de los suyos sobre mi cara, hasta el punto de notar el olor a jazmín de su perfume, que me colapsa. Este toque de aromaterapia termina de inundar mis sentidos y me obliga a desistir de cualquier intento de resistencia, me dejo llevar y disfruto de la sensación de no poder controlar mi cuerpo, de no poder mover ni un músculo, ni siquiera me permito intentar que reaccione a ninguna orden, porque mi mente ahora se encuentra en otro nivel de conciencia. Comienzo a respirar cada vez más lentamente y noto que mis latidos se ralentizan. No advierto hasta ese momento que ya no se encuentra detrás de mí y que sus aplicadas manos recorren ahora mi vientre con delicadeza, con una caricia, en torno al pequeño lago que forma el agua en mi ombligo. La alta temperatura del agua y la humedad vaporizada se confunden con el calor que emana de mi cuerpo, focalizado en mi vientre y entre mis muslos, en mi boca y en mis labios, en mis pezones y en la palma de mis manos… me siento arder. Sus manos avanzan posiciones hacia la cara interna de mis muslos y se acercan peligrosamente a mis partes más íntimas. Sudaría si no estuviera ya empapada. Traviesamente rozan mis labios, los mayores al principio y enseguida los menores, una vez, y otra, y otra, incluso dejando que todo su meñique esté en contacto con mi vulva cada vez más hinchada, y no sin cierto pudor siento que la profunda y dulce laxitud de mis miembros es una complaciente invitación a que la laboriosa masajista continúe explorando cada pequeña porción de mi cuerpo. Un cuerpo que ya se ha rendido a la seducción del contacto de sus dedos. Mi relajación es ahora máxima, y aún así tengo que realizar un tremendo esfuerzo para que el éxtasis de placer que empiezo a sentir no se transmita a sus dedos en forma de estremecimiento. En otras circunstancias sentiría el acto reflejo que me impulsaría a apretar mis piernas en torno a la fuente de placer, pero como digo, la desconexión entre mente y cuerpo impedía cualquier tipo de reacción. Aún así, resulta casi doloroso intentar mantener la inmovilidad al tiempo que ansío el siguiente rozamiento accidental.

De repente, lo veo todo claro. No es una masajista. Es una chantajista. Si te mueves, paro. Si no te mueves, sigo. Lo cierto es que aunque quisiera no me puedo mover. También me doy cuenta de que todo el trabajo de relajación anterior está destinado a minar mi voluntad, a cortar la comunicación entre mi cerebro y mis músculos, a anular por completo mis sistemas de alarma y, en definitiva, a provocar mi total indefensión. Cuánta paciencia requiere su estrategia, y sin embargo qué efectiva resulta. Siento ahora que la humedad de mi cuerpo se confunde con la del agua aceitosa entre mis muslos y que ella sigue voluntariosa con su labor de adormecer cada fibra de mi cuerpo y de activar los puntos de placer en mi cerebro a través de las leves descargas que provoca el contacto de su piel con la mía, hipersensible. Cada vez, más roces. Cada vez, más ansiados. Cada vez, más contacto. Y yo, cada vez, más inmóvil. Es casi insoportable, y al mismo tiempo, extremadamente placentero. Hasta que todas mis terminaciones nerviosas se confabulan contra mí y siento como mi piel vibra imperceptiblemente, o eso espero, bajo sus manos.


Como si estuviera planificado al detalle, mi atacante se bate en retirada en ese preciso instante. No sé cuántos minutos transcurren hasta que oigo un susurro sonriente con un musical acento gallego en mi oído diciendo que me puedo levantar y solo entonces advierto que el húmedo zumbido del agua vaporizada ha cesado y que mi cuerpo está cubierto con una toalla. Ni siquiera soy capaz de abrir los ojos, y tardo aún más en conseguir que mis músculos reaccionen para incorporarme. Siento que he dormido durante un buen rato y que todo lo que he sentido ha sido fruto de mi imaginación. Aturdida, mientras me ato el albornoz la miro de refilón mientras ella termina de colocar sus aceites y limpia la camilla. Empiezo a pensar turbada que seguramente he estado soñando cuando mi mirada se cruza con la suya y con su candorosa sonrisa. Sin dejarme tiempo apenas a reaccionar, sin esperar respuesta, me espeta con inusitada candidez, al tiempo que me guiña un ojo: “Espero que te haya gustado. A mí me ha encantado… Si te vas a dar más masajes estos días, pregunta por mí. Si quieres…”

Incapaz de decir nada, aun intentando entender qué ha pasado, mis pies me arrastran fuera de la cabina y me cruzo con mi pareja, que se dirige hacia la sala que acabo de abandonar. “Eeeeeh…, ¿vas a darte aquí el masaje Vichy?” “Sí, ¿estuvo bien?” Tras una fracción de segundo sin saber qué contestar, le sonrío pícaramente. “Pues… ya lo verás… ¡Que lo disfrutes!” Y me alejo a echarme en la habitación, desnuda sobre la cama, para dormitar y aprovechar el estado de relajación y ensoñación en que me encuentro, deseando alargar esa sensación hasta el infinito.

[...]
Supe luego que ni por asomo la experiencia de mi pareja había sido similar a la mía. Ni siquiera se quitó el bañador. Por el contrario, salió diciendo que la chica era de lo más sosa y que estaba convencido de que la próxima vez escogería un hombre para que le diera el masaje con manos más firmes y con más fuerza. Dijo que le había gustado pero que había sido demasiado plácido y suave, y que si no se quedó dormido fue por la incomodidad del agua.

Cuántos balnearios visitamos después, y por las manos de cuántos masajistas profesionales, hombres y mujeres, llegamos a pasar, sin volver a experimentar jamás ese cúmulo de sensaciones…

Tántrico.
El próximo masaje profesional que me dé será, cuanto menos, tántrico.

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